Noruega brilló con luz propia en la cuarta jornada de La mar de Músicas, donde Ane Brun y Russian Red unieron sus voces en un proyecto especial para el festival.

Brun es una de las voces más reconocidas en los países escandinavos. Colaboró con Peter Gabriel en la orquestal gira de New Blood, y tiene algo visceral y místico, como de otro tiempo Un ejemplo, en One, donde un gutural cello murmura ominosamente sobre el piano y la percusión, la frágil voz de Brun está en el centro, susurrando misterios

La cantante y guitarrista noruega ha sido número uno de ventas en su país, un logro casi imposible de repetir fuera de su zona de influencia, pues no hace música fácil ni aparentemente espectacular (no es una Adele, para entendernos), pero sí tiene las trazas para conseguir una buena base internacional de fans de su voz pura y de sus emotivas minisinfonías.

Sus canciones oscilan entre el pop escandinavo y el folk de otras épocas, atemporal, lleno de matices, cambios suaves en las melodías, y propulsado por una voz vibrante, poderosa, pero nunca excesiva. Es pariente moderna de la Joni Mitchell de los 60 o de la mejor Dolly Parton en The treehouse song, auque en la narcótica Worship (que en el disco canta en un dueto con José Gonzalez) se aproxima a un territorio vocal reminiscente de Feist.

Brun fue repasando su discografía, centrándose en el último disco, pero sin descuidar canciones de sus primeros trabajos, como To let myself go. Se la notó totalmente cómoda y desinhibida, y eso se reflejó en la música. Incluso supo salir con elegancia del aprieto cuando se cortó el sonido: cantó sin amplificación acompañada de su guitarra.

Su voz es sobresaliente, y los elegantes arreglos de la banda sueca que le acompaña se van haciendo notar poco a poco y extraen drama de cada eco y cada golpe de piano. These Days difumina voluptuosamente el charles y el órgano, mientras la voz fantasmal de Brun entra y sale del remolino.

Comenzando por su voz y siguiendo por su extraño dominio de los silencios, regala argumentos con su música que parecen pretéritos hoy en día. Poder disfrutar de ella, casi en la intimidad, es sucumbir ante esos argumentos, simplemente irresistibles.

Para el final se guardó una sorpresa invitando a cantar a Lourdes Russian Red. Ella hizo la voz principal en una estremecedora Alfonsina y el mar de Mercedes Sosa, mientras que Lourdes bordó Girls just wanna have fun de Cindy Lauper (¿sabrían que ese mismo escenario lo pisó su autora?).

Cambio de escenario para recibir a Lourdes, que actuó con su propio diseño escénico: el nombre del grupo en rótulo de color cambiante sobre varios paneles de luces. Se había hecho muy tarde y el concierto resultó algo desangelado, y es que lo que en disco parece un atractivo cambio de rumbo, en directo se convirtió en tedio. A la madrileña se le veía algo fría, quizá correspondiendo a la actitud de un público sólo receptivo en las primeras filas. Ni siquiera Everyday Everynight, primer rescate de su álbum anterior, Fuerteventura, consiguió calentar el ambiente. Las tornas cambiaron un poco con el single Casper; se vio a parte del público balancear los brazos. Pero la mayoría se dedicaban a capturar imágenes de la banda más elegantemente vestida del indie español para sus redes sociales.

Lo mejor casi llegó al final, cuando recuperó Cigarettes y regaló una emotiva versión nocturna de una canción de Magnetic Fields, All My Little Words, en español. Ligera decepción.

Delicioso debut de Dybdahl

Pero volvamos a los fiordos. Thomas Dybdahl es una auténtica pop star noruega, que han comparado con Harry Nilsson, Leonard Cohen, o incluso Ryam Adams . Este ´Nick Drake noruego´ como lo calificó el NME, tiene también el trágico aire folkie, que combina con guitarras acústicas, espectrales orquestaciones y suntuosas texturas folk-soul.

En su delicioso debut en Cartagena, Dybdahl escarbó el folk enraizado y terroso por el que ya se le conocía, pero también acentuó más el funk, elemento con el que solo había flirteado un poco hasta ahora. En la Catedral el músico noruego experimentó con los ritmos y con su manera percusiva de tocar la guitarra; interpretó piezas juguetonas entre etéreos colchones de atmósferas sintéticas que evocan mañanas soleadas.

La voz de Dybdahl, un falsete suavemente cascado, es su instrumento más distintivo. Con esa extraña y sensual voz oxidada colorea sus canciones. Pero su voz se aprecia mejor en temas cercanos al jazz con nocturnidad de altas horas, donde alcanza notas celestiales.

Su quinteto traía muchos artefactos para moldear un alegre recital que puso al público en danza. La interacción fue total: Thomas paraba a veces para hablar con el público.

La recta final (Man on a Wire, My little friend y From Grace), con dulces y melódicos riffs de guitarras y un apreciable contenido rítmico, levantó al público de sus asientos. La imagen estereotipada de hombre triste y melancólico tocando una guitarra saltó por los aires. El artista mantiene un consistente hilo sónico que armoniza los elementos contrapuestos: en el tejido del funk sensual late el corazón de un baladista folk. Es un sonido tan suave y sereno como claro y vibrante. Quizá sea más correcto relacionarlo con Serge Gainsbourg. Deseando volver a verlo.