Siete años no es nada, pero es una eternidad en Hollywood para hacer una secuela, especialmente, si ha sido tan exitosa como 300 (Zack Snyder, 2007). El filme fue más allá de la taquilla y arrasó entre esa nueva subespecie del género humano que son los vigoréxicos hormonados de gimnasio, que soñaban con lucir los abdominales de Leónidas. Instauró, además, una estética basada en la ultraviolencia teatralizada a cámara lenta y la escenografía generada por ordenador, intencionadamente irreal, imitada hasta la saciedad en cine y, sobre todo, en televisión.

Todo eso se repite en esta segunda entrega, ejercicio manierista en el que sólo cambia el escenario (de las Termópilas, al mar Egeo), el director (un Snyder que, gracias a 300, se convirtió en uno de los realizadores más importantes de Hollywood, sin tiempo para retomar el proyecto), y los protagonistas (Sullivan Stapleton y una despampanante Eva Green).

El filme, sin embargo, carece de fuste argumental: el autor de la novela gráfica de la primera entrega, Frank Miller, ha pasado una mala época (fracasos personales, disputas legales?), no ha podido construir un relato coherente, cediendo la misión a guionistas profesionales, y eso repercute en la definición de los personajes.

A pesar de ello, Artemisa/Eva Green es capaz de aguantar todo el metraje ella solita. Cada vez que aparece, la película gana en intensidad, llegando a su cénit en una escena de sexo de lo más violentamente erótica que se ha visto en una producción de Hollywood en mucho tiempo. Con mucho, es lo mejor de la película, pues en la supuesta cumbre de la acción, un caballo saltando de barco en barco, montado por Temistocles, se nota demasiado la computadora.

Con todo, hay ganas de recuperar el universo de 300 y la película recupera la franquicia para sus seguidores de manera efectiva: no aporta nada, pero tampoco lo quita.