Lleva la estupidez y la vulgaridad a la categoría de verdaderos protagonistas, intentando desde el primer minuto que ambos factores siembren de sonrisas y de humor un argumento tan fuera de órbita que a veces, incluso, consigue su objetivo.

Lo más sorprendente, con todo, es que estemos ante una segunda parte que se ha hecho de rogar nada menos que veinte años, puesto que la primera la vimos en 1994, y que si se ha llevado a cabo es simplemente, aunque parezca mentira, porque la cinta original se ha revalorizado con los años y hasta se ha erigido en determinados ambientes como un auténtico icono de la comedia de deliberado mal gusto.

Es cierto que en 2003 se estrenó una especie de seudoentrega, Dos tontos muy tontos: cuando Harry encontró a Lloyd, pero hay que subrayar que fue hecha por manos totalmente ajenas, el director Troy Miller y con dos intérpretes mediocres, Derek Richardson y Eric Christian Olsen, y nadie la vincula con la cinta genuina. Responsables de la dirección y del guión, si bien en este último han contado con numerosas colaboraciones, los hermanos Bobby y Peter Farrelly han vuelto sobre sus propios pasos y han optado, finalmente, por hacer una secuela que se asienta sobre dos condiciones que eran indispensables, su absoluto control de la cinta y el hecho de que podían contar con los mismos actores, el dúo formado por un Jim Carrey que tiene vía libre a sus desmanes y un Jeff Daniels que controla casi a la medida su cometido de bobo exagerado.

Pues bien, esos 20 años que han pasado desde que llegó a las pantallas Dos tontos muy tontos son los mismos que han transcurrido en la película cuando reencontramos a la inefable pareja. Harry y Lloyd vuelven a ser libres, tras superar sus tratamientos en clínicas especializadas, y están dispuestos a seguir disfrutando de la vida, lo que indica que hay que ponerse a temblar si uno se encuentra con ellos.