Su solidez y consistencia brotan del mismo protagonista, un sargento de policía de una pequeña localidad irlandesa que llena la pantalla y que desprende, con sus elevadas dosis de cinismo y su humor corrosivo y hasta racista, una notable humanidad. Con aires que remiten a otro irlandés, el maestro John Ford, especialmente a su inolvidable El hombre tranquilo, sus imágenes establecen una corriente de empatía con el espectador que solo se atenúa en algunos momentos de la segunda mitad.

Pero este debut en la dirección del también guionista John Michael McDonagh, criado al sur de Londres pero de orígenes y formación irlandesa, es una agradable y meritoria sorpresa. De su labor y de la portentosa creación que efectúa Brendan Gleeson en el cometido principal nacen los notables alicientes de la cinta, premiada en los festivales de Berlín y Valladolid y nominada a los BAFTA y a los Globos de Oro. Es obvio desde que hace acto de presencia en los fotogramas que el oficial de policía Gerry Boyle no es un tipo normal y corriente y que cautiva al auditorio con reacciones nata ortodoxas para su profesión y, sobre todo, para sus superiores.

Soltero, porque parece difícil que alguien pueda aguantarle, y con su madre enferma en fase terminal, se ha habituado a ejercer su poder en un pueblo tranquilo y poco frecuentado sin tener que dar explicaciones a nadie. Incluso a recurrir a prostitutas para recibir su ración de sexo. Hasta que en este lugar en el que nunca pasa nada se suceden preocupantes acontecimientos, nada menos que dos asesinatos y la llegada al entorno de un peligroso grupo de narcotraficantes que piensan desarrollar una importante operación.

Como consecuencia de ello, recibe la visita de altas esferas de la policía y del FBI, hasta el punto que un agente norteamericano y afroamericano, Wendell Everett, colaborará estrechamente con el protagonista para impedir que los narcos se salgan con la suya y para desarticular la banda.