Es una puerta abierta a una realidad que nos pone en contacto con personas que han hecho del compromiso su forma de vida y que luchan a diario para lograr mejorar la vida de los sectores más marginales y humildes de la sociedad.

Otra espléndida muestra del buen hacer del cineasta argentino Pablo Trapero, uno de los más relevantes de su país, tras logros del calibre de Familia rodante y, sobre todo, Leonera y Carancho. La convicción que desprenden sus fotogramas es fruto de unos personajes modelados con verdadera precisión y con un margen de sensibilidad muy amplio. Esta es una de esas películas que entran a formar parte del espíritu colectivo del auditorio porque habla un idioma que llega al corazón. Un factor en el que es esencial la contundente labor de tres actores excelentes, el imprescindible Ricardo Darín, una Martina Gusman en alza notable y el belga, descubierto por los hermanos Dardenne, Jeremie Renier.

Por eso formó parte de la sección ´Una cierta mirada´ del Festival de Cannes. Ambientado en un poblado marginal de las afueras de Buenos Aires, en un ghetto en el que el narcotráfico es una de las señas de identidad, buena parte de su intensidad descansa sobre tres personajes, dos curas, el argentino Julián, que acaba de vivir una trágica experiencia en el Amazonas, y el francés Nicolás, y una asistente social, Luciana.

Los tres tienen una visión muy clara de cuál ha de ser su labor para conseguir paliar los tremendos problemas que aquejan a unos seres que viven circunstancias lamentables. Los dos primeros son sacerdotes obreros que anteponen sus deberes políticos y humanos a los específicamente religiosos, en tanto que la mujer es el complemento perfecto para poder mejorar unas infraestructuras penosas. Con este entorno físico y humano se perfila un drama que sitúa en posición privilegiada cuestiones como la amistad, la fe y la solidaridad.