No absorbe los logros de la novela de Domingo Villar en la que se basa, sobre todo a la hora de situar en el entorno idóneo a unos personajes que no tienen la necesaria dimensión, y de ahí que el relato no asuma la tensión, la intriga y el impacto que necesitaba para lograr su principal objetivo.

Algo que hay que achacar a un Gerardo Herrero que en esta ocasión, al contrario de lo que le sucedió en su anterior visita a Galicia en 2005 con Heroína, no ha encontrado las claves esenciales. Un problema que es casi crónico en un realizador que no siempre descubre la necesaria e idónea sintaxis que aplicar a su cine. La frialdad de la cinta es, en este sentido, elocuente y provoca que se produzca en la trama una pérdida gradual de intensidad que se hace patente en la media hora final.

El buen reparto, con un correcto Carmelo Gómez y un más que estimable Antonio Garrido, no resulta suficiente para compensar defectos de excesivo fuste. Escrito por el propio autor de la novela, Antonio Villar, en colaboración con Felipe Vega, el guión pretende atrapar al auditorio en una red de complicidades que tiene su principal exponente en dos hechos fundamentales, la aparición de un cadáver en una playa, atribuido en principio al inevitable naufragio que sigue a una fuerte tormenta, y la consiguiente investigación que lleva a cabo la policía, con el inspector Leo Caldas a la cabeza, para esclarecer el tema.

Aunque da la impresión de que se trata, por tanto, de un desgraciado suceso, la circunstancia de que el cadáver lleve las manos atadas indica que estamos en realidad ante un homicidio. Y cuando, por otra parte, se conecta este supuesto crimen con un desgraciado y teórico accidente acaecido 14 años antes en la misma costa las cosas parece que vayan encajando.

Si bien los primeros compases hacen concebir fundadas esperanzas, con detalles acertados en la humanización del inspector y de su asistente, a medida que el relato se abre se va difuminando su contenido.