Sus virtudes saltan a la vista, especialmente el retrato sólido y convincente que hace de una estudiante neoyorquina de 17 años que está atravesando momentos críticos de su vida que contribuirán a forjar su personalidad, y aunque tiene alguna ligera descompensación por un metraje desmedido de dos horas y media, certifica con creces la talla creativa del guionista y director Kenneth Lonergan. Es sorprendente y a la vez lamentable que un cineasta de su categoría haya tenido que esperar once años para colocarse de nuevo detrás de las cámaras.

Es la enésima confirmación de las dificultades que encuentran los autores que son fieles a sí mismos en una industria de las peculiaridades como la de Hollywood. Apoyado, además, en el magnífico trabajo de la actriz Anna Paquin, que elabora un drama intenso y coherente que cuenta con la colaboración inestimable, en cometidos breves pero jugosos, de nombres de la talla de Matt Damon, Mark Ruffalo o Jean Reno.

Lonergan se mete en la piel de Lisa apenas ésta aparece en pantalla y lo hace valiéndose de un suceso terrible e impactante, un accidente de tráfico en el que un autobús, cuyo conductor en parte ha sido distraído por ella, atropella y causa la muerte de una mujer. La muerte de la víctima en sus brazos y su determinación de asumir parte de la responsabilidad de los sucedido y evitar males mayores al conductor, que es padre de dos hijos pequeños, llevan a Lisa a declarar, aunque sabe que no es así, que la fallecida atravesó el semáforo en rojo.

Una decisión que va a lastimar su conciencia durante mucho tiempo y que a tenor del desarrollo de los acontecimientos, sobre todo el comportamiento de los adultos más involucrados en el tema, le conducirán a replantearse por completo su declaración, con todo lo que ello acarrea.