El cine de Terry Gilliam es terreno abonado para la frustración. La inventiva visual del que fuera miembro de los Monty Python es tan apabullante que casi nunca suele estar a la altura de sus relatos, que tienden al barroquismo estético, a la acumulación de ideas y a una cierta dispersión.

Aun así, aun con sus inevitables irregularidades, ¿quién no se ha sentido fascinado por las extravagantes Miedo y asco en Las Vegas, Tideland o El rey pescador? Por no hablar, claro, de ese díptico de genuina ciencia ficción distópica que conforman Brazil y 12 monos, que vendría ampliarse ahora con The Zero Theorem, donde la sombra del George Orwell de 1984 se cierne sobre Qohen Leth (al que da vida un desfasado Christopher Waltz), un genio informático que debe resolver una fórmula matemática para determinar si la vida tiene sentido.

La película, que transcurre en un futuro mecanizado aún más dominado por la burocracia y las jerarquías que nuestro presente, sobresale por el tratamiento chillón del color, por la ingeniosa (e irónica) tecnología futurista (impagables esos anuncios que persiguen a los viandantes por la calle) y por el minimalismo escénico; no en vano, prácticamente toda la acción transcurre en una capilla quemada, en la que Qohen vive y trabaja.

Lastrada, en cambio, por una narración errática y por un discurso moral-político un tanto simplista, The Zero Theorem acaba resultando una experiencia tan llamativa como agotadora; una obra menor en la trayectoria de su autor, pero ciento por ciento propia del universo Gilliam.