Tiene el sabor de los clásicos del cine histórico, con una cuidada y rigurosa recreación del lugar y de la época, la Dinamarca de la segunda mitad del siglo XVIII, y un retrato firme y consistente de los personajes. Es una fórmula idónea para aportar credibilidad a este drama real que mantiene en sus 135 minutos la atención del espectador, haciéndole partícipe de una sucesión de hechos tan terribles como trascendentales en la evolución del país nórdico.

No cabe, por eso, sorprenderse de que haya sido nominada al Óscar a la mejor cinta en lengua no inglesa y que en el Festival de Berlín se hiciera con sendos osos de plata al mejor guión y al mejor actor (concretamente para un Mikkel Boe Folsgaard que incorpora al monarca). El enorme esfuerzo de una cinematografía modesta, en la que es la producción más cara de su historia, ha valido la pena.

Tratando de mostrar con minuciosidad el entorno social en el que se mueve, especialmente la corte danesa, pero sin dejar de lado apuntes que tienen en el plano político una notable actualidad, factor que imprime a los fotogramas un considerable vigor, la trama se enfoca a través de la mirada y de las sensaciones de la joven reina Carolina Matilde, testigo privilegiado de lo que va a acontecer en un país sumido en el tren de cola de la Europa más reaccionaria y cerrada a los nuevos aires de la ilustración.

Inglesa, ajena por completo a la cultura nórdica y sin conocer antes de su boda al rey Cristián VII, se encontrará con la terrible sorpresa de estar unida a un joven mentalmente enfermo que no guarda para ella el más remoto signo de amor. Es más, una vez consumado su embarazo, inicia viajes en solitario por Europa que le retienen más de un año. La soledad y la melancolía se adueñan, por ello, de ella. El tono descriptivo inicial, se va tensionando a medida que el relato avanza y las cosas se complican, hasta llegar a la alta temperatura dramática.