Opinión | Dulce jueves
El pintor y la rosa
Dijo que esa misma mañana había estado pintando un rato. Una rosa. Tenía una rosa muy abierta y pálida, casi blanca. La había puesto en un vaso y estaba delante de ella y la miraba con atención. No conseguía extraerle su luz. Pero solo era el comienzo. Al final, trazo a trazo, la vería, encontraría lo que esa rosa guarda para quien se ha detenido a mirarla.
Fuimos el sábado a Blanca en una excursión improvisada, animados por nuestro amigo Vicente Candel. Y quiso el azar que al entrar en el MUCAB estuviera allí Pedro Cano. Nos unimos a un grupo de Almurarte que rodeaba al pintor delante de una de sus obras. Alto, delgado, con el pelo canoso alborotado y su bigote de viajero veneciano, su figura sobresalía por encima del corro. Con voz pausada, iba contando cosas de sus acuarelas y su mirada parecía transformarse con cada detalle que señalaba, como si sus ojos recordaran exactamente lo que vieron cuando pintó cada uno de sus cuadros, las dificultades con las que se encontró en unos, el hallazgo inesperado en otros. No sé quién disfrutaba más, si nosotros escuchándole o él compartiendo los secretos de su arte. Acababa de llegar de Cádiz, donde recogió de manos de los reyes la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, pero era allí, en su museo, donde estaba lo esencial de su arte, cerca de la gente, porque, mientras las medallas enmudecen en las estanterías, sus obras cobran vida en cada mirada, y más si esta es como las de una mañana cualquiera de sábado en Blanca. Se emocionaba todavía al mostrar su primer cuadro, pintado a los once años, se asombraba ante un óleo que seguía siendo un misterio para él («parte del cuadro está fuera del cuadro»), o ante la destreza que requería captar la luz. «Este, sin embargo, es fácil», comentó alguien, y su mirada de reojo, en cuya claridad parecía asomar el empeño de toda una vida en busca de la belleza en medio de la infinita variedad de la vida, fue la mejor lección de arte que nos llevamos de aquella mañana.
El MUCAB cuenta con una de las obras más sorprendentes de Pedro Cano, toda una hazaña de la imaginación, la serie que dedicó a Las ciudades invisibles de Italo Calvino, un encuentro de imagen y palabras que representa, como decía ayer el pintor en este periódico, «la más hermosa, frágil y efímera de las formas de transmitir y comunicar: contar un cuento». Al final de la visita, cuando ya estábamos en el ‘hall’, le pregunté cómo había surgido la idea de hacerlo... y si no le advierto que era ya tarde y le estaban esperando, hubiera vuelto sobre sus pasos para sumergirse otra vez en ese mundo mágico al que dedicó tres años de su vida, atraído por la fuerza irresistible del misterio del arte que él lleva pegado a los ojos. Después de despedirnos, nosotros en dirección al río, él calle arriba, lo imaginé en su taller, a solas con la rosa. Entonces recordé lo que había dicho al principio de la mañana. No exactamente que miraba detenidamente la rosa, sino que la rosa le miraba a él. Y que él la estaba pintando como si fuera la primera vez.
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