Oficializar la burricie (con perdón). Es lo primero que uno piensa al observar con distancia y atención los 75 minutos de transmisión en directo del chupinazo a cargo de la televisión pública. Pórtico de un despliegue sin precedentes en donde todos, del primero al último de los miembros del operativo, se vuelcan por la causa.

Pero se da la circunstancia que la causa ensalzada podría ser cuestionada con argumentos tan contundentes como aquellos por los que ahora se impulsa. El acto del chupinazo se instauró en 1941. En pleno franquismo. En la misma década que todas esas Ofrendas a las Patronas que compiten en ser las más antiguas de España.

¿Qué vemos y oímos en el chupinazo? El desbarre por el desbarre, gente que va a "emborracharse" (sic), mareas humanas regadas en vino por dentro y por fuera, y reporteros a los que no paran de derramarles botellas de tinto por la cabeza. Por si fuera poco (el mejunje está servido) el acto está condimentado por las reglas del juego que rigen la ley de símbolos, bandera va bandera viene, y el 'macguffin' de toda la tramoya no es otro que el toro, máximo protagonista de la fiesta, en unos momentos en los que la tauromaquia cada vez está más puesta en cuestión.

Que la televisión pública (en connivencia con el resto de medios) se apresten a apoyar sin fisuras la celebración (ausencia total de crítica, exposición del acontecimiento como paradigma de fiesta total) indica bien a las claras en qué escala de valores nos movemos. Yo sólo sé que cada día de San Fermín, mientras cumplo un año más, me siento más solo, más inadaptado. Es el primer 7 de julio sin Pérez de Arteaga. Y es como si nadie relevase estas bajas. A ver cómo sobrevivimos tan en minoría.