Hasta el gorro de programas con aspirantes a cocineros, como hasta las amígdalas de los programas de aspirantes a cantantes, sean críos, jóvenes, o provectos señores y señoras que a la vejez, viruelas.

El tribunal de la Inquisición de 'Masterchef' ya se ha instalado, otra vez, en La 1, y sin apenas dar tiempo a ventilar las cocinas. Veo a sus miembros la noche del domingo sentados en taburetes para decidir a quiénes se les corta la cabeza y a quiénes se les echa al pescuezo el delantal que les abre las puertas de un futuro que todos desean repleto de estrellas, pero Michelín.

En paralelo, a la misma hora, cambio de canal, me voy a Cuatro, y me estampo con la cresta de David Muñoz, que se mueve como una soprano, diva y zafia, entre los cocinillas de su restaurante en Londres. En la segunda edición de 'El Xef', es así, con equis, no hay que darle más vueltas, el joven cocinero ha empezado a hacerme gracia.

Si lo descontextualizo, igual que ellos deconstruyen el potaje de lentejas o la tortilla de chipirones, me mondo. Porque cuando el tal David, seguido por la cámara, dice a grito pelado, "vamos, ya, la puta gamba, ya", no veo a un cocinero sino a una folclórica muy honda metida en su papel dramático, siempre con su puntito de histriónica ordinariez. Él es un genio, "ostia, y estoy loco, esto es una puta locura, joder". ¿Ven? Él quiere hacer cosas "que no se vean en ningún sitio del mundo para que sólo se parezcan a mí".

Vale. Suficiente. Vuelvo a 'Masterchef', donde ya están elegidos los 16 del patíbulo. El guapo, la vegana, el mongol, y Edurne, la abuela. Haciendo un plato fallido me da la palabra justa, "la hemos cagao". Y otra cosa, Jordi tiene la borraja más larga que Pepe.