Creía que 'La gata negra' sólo era el nombre de mi primera novela -perdonen el arrebato personal-, pero resulta que me quedo sulfuroso y descuajaringado cuando en La Sexta Noticias veo y escucho un reportaje en el que se habla de 'La gata negra', aunque no de mi novela, a pesar de que en el titular escrito no hay duda, 'La gata negra'. Y en efecto, para ilustrar la información se ve en pantalla una gata, que es negra. Pero se trata de una tradición popular que consiste en trasladar a una gata, por supuesto negra, en un carro, soltarla después de un recorrido infernal de comparsas, y ver qué dirección toma. Si es para un sitio -el bueno, o sea, la mies-, será buen año. Si se pierde en dirección al monte, la cosa apunta mal. Pero entre el traslado y las dos opciones, la gata es arrojada como si fuera un pelele al público, que está a varios metros de distancia. Y aquí, con razón, está el lío.

Una gata no es el Toro de la Vega, pero también tiene su pánico al verse rodeada de animales humanos. La bonita, entretenida, y secular fiesta, de toda la vida, hunde sus uñas gatunas en el siglo XV. No quiero pensar lo que sufrirían los felinos medievales cuando no existía el PACMA, el Partido Animalista, y ni dios hablaba de maltrato animal, y ni siquiera aquellos brutos sospecharían que algún día el mundo se dividiría en los que se divierten viendo sufrir toros de lidia aguijoneados por unas herramientas de tortura llamadas banderillas - y no son aceitunas y pepinillos bien ensartados con cebollita y guindilla- hasta concluir la faena con una buena estocada en el lomo del animal agonizante, y los que no entendemos y combatimos esa desmesura. La gata negra se celebra en Voto, Cantabria. Me quedo con mi novela.