Nadie podrá negar que 'Rifkin's Festival', el nuevo largometraje de Woody Allen, es perfecto para abrir del Festival de San Sebastián este año. Después de todo, su peripecia argumental transcurre en una edición ficticia del certamen, y por su metraje aparecen desde todos los ángulos posibles la playa de la Concha y el hotel María Cristina y otros escenarios icónicos de la ciudad, que el director de fotografía Vittorio Storaro convierte en el tipo de paisajes saturados de color que tan bien quedan como salvapantallas.

De hecho, es una película inaugural tan idónea que resulta tentador sospechar que fue diseñada expresamente para disfrutar de ese privilegio a pesar de la explicación que el propio cineasta ofrece al respecto. "Los productores españoles que la han financiado querían que la rodara en España, y yo ya había hecho una película a caballo entre Barcelona y Oviedo", ha recordado hoy Allen en referencia a 'Vicky Cristina Barcelona' (2007) durante su aparición ante la prensa a través de videoconferencia. "Entonces me acordé de San Sebastián, ciudad a la que había viajado años atrás para recoger un premio honorífico y que me había maravillado por su belleza. Así que decidí contar una historia alrededor del festival". Sea como sea, 'Rifkin's Festival' sería un vídeo promocional perfecto para el departamento de turismo de Euskadi. Que tenga alguna otra utilidad, eso sí, resulta más cuestionable.

En una escena de 'Woody Allen: El Documental' (2011), el neoyorquino mostraba el montón de papeles arrugados que al parecer va acumulando en el cajón de su mesita de noche, y que contienen escritas cientos de ideas para futuros proyectos. La nueva película confirma que a estas alturas el cajón lleva tiempo vacío. El problema no es que 'Rifkin's Festival' sitúe al mismo tipo de protagonista neurótico y pedante en el centro del mismo tipo de enredo romántico que casi todo el resto de su cine -al fin y al cabo, puede decirse lo mismo de 'Annie Hall', que es una obra maestra-, sino que no parece saber muy bien qué hacer con ese conato de premisa más que usarlo como vehículo a bordo del que repetir varias veces el mismo puñado de chistes, no especialmente buenos. A través de ellos, es cierto, el director lleva a cabo una crítica del mundillo cinematográfico -poblado por artistas ególatras, publicistas superficiales y periodistas babosos- que en todo caso resulta demasiado obvia y simplona como para ser considerada una verdadera idea.

Actores hablando a gritos

La presencia del veterano actor Wallace Shawn en el centro de la trama no ayuda. No es casual que casi todas las mejores películas de Allen estén protagonizadas por él mismo; ninguno de los actores que han intentado ser su 'alter ego' en pantalla ha salido airoso del desafío. En todo caso, Shawn quizá sea el más chirriante de todos ellos, en buena medida por su decisión de sobreactuar como si le fuera la vida en ello. La interpretación más histriónica de 'Rifkin's Festival', sin embargo, no la ofrece él; de ello se encarga Sergi Lòpez, que se pasa su única escena en la película chillando a tal volumen -como ya dejó claro en 'Vicky Cristina Barcelona', Allen piensa que los españoles siempre hablamos entre nosotros a gritos- y meneándose de forma tan descontrolada que resulta fácil imaginarlo viéndose a sí mismo en pantalla, y pidiendo a la tierra que se lo trague.

En última instancia, lo más relevante que puede decirse de 'Rifkin's Festival' es que existe, y que su director se las ha arreglado para seguir haciendo cine cuando parecía que las acusaciones de abuso sexual que llevan años persiguiéndolo habrían acabado finalmente con su carrera. Habrá quien se pregunte qué necesidad tendrá Allen de seguir rodando tanto tiempo después de que la inspiración lo abandonara, pero la respuesta parece clara: el tipo ama el cine, y en esta película ese amor se demuestra a través de una sucesión de escenas en las que se parodian títulos como 'Ciudadano Kane', 'Persona', 'El séptimo sello', 'El ángel exterminador', 'Al final de la escapada' y '8 1/2'. Los autores de esos clásicos -Welles, Buñuel, Fellini, Godard, Bergman- son los héroes de Woody Allen, y a lo largo de su carrera él siempre ha lamentado no haber sido capaz de rodar nada que lo pusiera, siquiera por un instante, a su mismo nivel. Resulta irónico que la película con la que intenta parecerse a esos maestros de forma más explícita sea precisamente una de las que más lo aleja de ellos.