La cucharilla de Uri Geller, el bigote, su voz, su reconocida, familiar voz, su talante, su magisterio, su nobleza, su magnetismo, su soltura haciendo una televisión que hoy en blanco y negro parece arcaica pero sentó las bases de un entretenimiento que aunó lo que jamás debería haberse dilapidado por el camino, el sentido del espectáculo sin dejar de lado la calidad, el respeto por la audiencia, tratada siempre desde una premisa, que la audiencia es inteligente, el periodismo al servicio de un medio que no es cualquiera, que es el medio de las masas, Directísimo, Estudio abierto, Último grito, gigantes de nuestro pasado, de nuestra memoria colectiva, riesgo y vanguardia cuando no había necesidad ya que la tele era la tele, al margen de audiencias, haciéndose cada día, dando pasos por un hilo colgado a un precipicio cuyo fondo no era conocido. Qué grande José María Íñigo, qué grande, y ya no está.

El maestro de maestros tenía la grandeza de los grandes, claro, de hacer grande hasta lo más insignificante porque él no lo consideraba insignificante sino de primera magnitud. Por eso, además de ser la voz de Eurovisión, como muchos jóvenes lo van a recordar, se iba a las mañanas del fin de semana con Pepa Fernández y hacían de Un día cualquiera en RNE un día especial - el sábado, la audiencia, como la propia Pepa, entró en shock cuando ésta dio la noticia -, o se iba de restaurantes y daba a conocer recetas golosas en su sección de Aquí la tierra, el gran programa de La 2 o, como algo que sólo pueden hacer los genios, formar parte de la infamia que cada día perpetra Javier Cárdenas en Hora punta y salir airoso, sin mácula. Qué grande, qué grande el gran José María Íñigo.